Cuando escuchamos hablar de la región Enriquillo pensamos en Barahona, aquel lugar encantado que alberga playas, ríos y cascadas en un mismo lugar, pero pocos somos mochileros en nuestra propia tierra. Sin embargo, por más acostumbrados a visitar sol y arena, siempre es posible regresar y sentir un destino. Se trata de una granja de cabras que nos llena de aire puro en una vida afanada.
—Ellas comen hojas de moringa y biberones de leche —dijo el capataz del rancho, al pasar unos ramos similares a un pasto recién mojado por la lluvia.
Mi niña interior se llenó de felicidad y me llevó de paseo a conocer unos animales tan inquietos como el latido de un corazón enamorado, pero de ojos tan dóciles como un amanecer en las montañas.
Estar en contacto con la naturaleza forma parte de la atracción del rancho Caprache. Los rayos del sol atraviesan la choza alzada en paja, el polvo se levanta en cada pisada y el murmullo se mezcla como leche y mantequilla en un queso recién elaborado.
Refrescar los pies antes de manejar más de 80 kilómetros hacia el destino, mientras el agua de coco entra en contacto con el paladar y enfría las entrañas. Playa Palmar de Ocoa, una mezcla de playa con arena gris y monte, ideal para tomar una pausa antes de aventurarse en la profundidad de una región a cinco horas de la capital dominicana.
Ocho minutos son suficientes para sentir el viento abrazar la piel de los turistas, algunos se recogen el cabello y cubren sus ojos con lentes de sol. Mientras el visitante se deleita con las olas que tocan el borde de la yola que está a la espera de zarpar y ver el horizonte.
Viajando a través de la carretera Sánchez en el tramo Azua-Barahona, el turista se desvía por el cruce de Vicente Noble e inicia la ruta denominada “La vuelta al Lago”. La magia salvaje de esta zona envolverá al curioso en un entorno de fauna silvestre con una temperatura de 36 grados Celsius.
—Bajen los vidrios, por favor —dije, al sentir como el viento se cuela por las ventanas del carro que avanza a 40 kilómetros por hora.
El clima se vuelve seco, la garganta pica y cada litro de agua es como un manantial. En un místico equilibrio con el medio ambiente, el lago Enriquillo muestra su riqueza en fauna y flora, mientras a su izquierda un terreno árido y seco da contraste al lugar. Su paisaje de follaje verde olivo, agua turbia y tierra enlodada es el hogar de cocodrilos e iguanas endémicas.
Como parte de la armonía de un viaje, ninguna experiencia puede estar equilibrada sin una pizca de locura, y el turista lo sabe bien al subirse al bote casi desgastado en el lago. “Si tenemos suerte veremos los cocodrilos e iguanas. ¡Crucen los dedos!”, exclama el guía de unos treinta años, al encender el motor que lanza un rugido ahogado.
Durante unos tres minutos que parecen eternos, una iguana sobresale del paisaje árido con sus escamas puntiagudas y ojos saltones, embelleciendo el soleado entorno con una tranquilidad que parece haber sido inmortalizada en la prehistoria.
Un destino lleno de amaneceres, con un matiz azul que caracteriza el mar Caribe y la sierra que paralelamente arropa a la zona costera con su verdor, el turista encuentra un lugar para asentarse y tener un acogedor descanso.
El río San Rafael guarda en sus entrañas un caudal que emerge de la sierra y recorre unos metros hasta sellar con un beso robado las aguas del Caribe.
El paisaje representa una de esas fotografías dibujadas con manos parecidas a una pluma movida en un soplo del viento. Se vale suspirar de emoción y tomar una pausa para darse un chapuzón en la desembocadura del sendero de agua fría con peces de colores.
Tres horas después, la yola navega en la transparente bahía, el agua salpica las mejillas de los turistas y sus manos se agarran del borde del asiento improvisado. La brisa revolotea las hebras del cabello y se empeñan en nublar la visión. Entonces ríen, ríen como locos por darse cuenta que es un viaje de vivir con el corazón y sentir las experiencias.
Sus pies descalzos pisan la arena blanca, un mar infinitamente azul y el cielo despejado confirman la llegada a un paraíso en la tierra dominicana. Este territorio de belleza, quietud y placer, al estar en contacto con la naturaleza da la sensación de estar lejos del ruido de la metrópoli.
Bahía de las Águilas obliga al turista a tener un alma libre con una historia secreta por contar. Ahí los visitantes entienden que es triste que, con la velocidad a la que el mundo gira, nunca tendrán tiempo para tomar una pausa y ser ellos mismos. Dejar salir sus colores, reír para sanar y volver a amar.
Tomarse una copa de vino hasta que no quede una lágrima que recorrer en la mejilla, dejando que el pescado con coco mime el paladar y el turista puede alejarse sin dejarse impregnar de la salinidad que trae cada ola mientras limpia la piel de recuerdos arraigados en el corazón.
Entonces, analizo un poco la situación. Las cabras, las iguanas, las águilas, nadar, reír, comer y tomar. Todo ha sucedido de día, cuando nos hemos sentido capaces de vivir con intención y descubrir los colores de la tierrita. ¿Quiénes somos de noche?
Somos quienes siempre abrimos las alas y volamos sin pensar en caer, y de hacerlo, siempre habrá una tierra conocida para aquellos que se aventuran a conocer las profundidades del Sur. Porque todo esto sucedió bordeando las aguas del mar Caribe.